quinta-feira, 5 de fevereiro de 2015

San Josemaría advirtió a sus hijos de la "fiebre introducida en la Iglesia" tras el Vaticano II en una serie de cartas no reconocidas por la prelatura

 

 

11/02/10 Ante las reacciones producidas a la noticia de la introducción del Motu ProprioSummorum Pontificum en la prelatura del Opus Dei, que ha sido publicadas recientemente por la web de la asociación Una Voce Málaga, SECTOR CATÓLICO quiere hoy poner en conocimiento de sus lectores una serie de escritos atribuidos al fundador del Opus Dei, que son conocidos como las "cartas campanadas". En ellas, san Josemaría Escrivá advertía a sus hijos de los riesgos que implicaban las reformas introducidas en la Iglesia tras la celebración del Concilio Vaticano II y cuyo contenido no ha sido hecho público de manera oficial por esta institución eclesiástica.

fonte:sector católico
La primera de ellas, fechada el 28 de marzo de 1973 (dos años antes de su muerte), se puede leer lo siguiente:

Primera ‘Campanada’, CARTA 28-III-1973, Josemaría Escrivá de Balaguer

1 Queridísimos: que Jesús me guarde a esos hijos, que la gracia y la paz llenen vuestras obras, por el conocimiento de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo (II Petr. I, 2).

Una vez más me siento urgido a escribiros, haciendo eco en vuestros corazones de aquellas palabras que San Pedro dirigía a los fieles de la Iglesia naciente:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia nos ha regenerado con una viva esperanza, mediante la resurrección de Jesucristo entre los muertos, para una herencia incorruptible, que no puede contaminarse y que es inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes la virtud de Dios conserva por medio de la fe, para haceros gozar de la salud, que ha de manifestarse en los últimos tiempos.

Esto es lo que debe transportaros de gozo, aunque ahora por un poco de tiempo conviene que seáis afligidos con varias tentaciones. para que vuestra fe, probada de esta manera y mucho más acendrada que el oro -que se acrisola con el fuego-, se halle digna de alabanza, de gloria y de honor, en la venida manifiesta de Jesucristo (I Petr. I, 3-7).

2 Tiempo de prueba son siempre los días que el cristiano ha de pasar en esta tierra. Tiempo destinado, por la misericordia de Dios, para acrisolar nuestra fe y preparar nuestra alma para la vida eterna.

Tiempo de dura prueba es el que atravesamos nosotros ahora, cuando la Iglesia misma parece como si estuviese influida por las cosas malas del mundo, por ese deslizamiento que todo lo subvierte, que todo lo cuartea, sofocando el sentido sobrenatural de la vida cristiana.

Llevo años advirtiéndoos de los síntomas y de las causas de esta fiebre contagiosa que se ha introducido en la Iglesia, y que está poniendo en peligro la salvación de tantas almas.

3 Deseo insistiros, para que permanezcáis vigilantes y perseveréis en la oración: vigilate, et orate, ut non intretis in tentationem (Matth. XXVI, 41): ¡alerta y rezando!, así ha de ser nuestra actitud, en medio de esta noche de sueños y de traiciones, si queremos seguir de cerca a Jesucristo y ser consecuentes con nuestra vocación. No es tiempo para el sopor; no es momento de siesta, hay que perseverar despiertos, en una continua vigilia de oración y de siembra.

¡Alerta y rezando!, que nadie se considere inmune del contagio, porque presentan la enfermedad como salud y, a los focos de infección, se les trata como profetas de una nueva vitalidad.

Hijos míos, vivamos cara a la eternidad de esa herencia incorruptible que nos ofrece Dios Padre por Jesucristo. Los días, aquí, son pocos y urge trabajar en la tarea de la salvación sin perder un momento, ahogando el mal en abundancia de bienes. Quien se quedara paralizado, por la fuerza agresiva de esa amarga oleada, acabaría siendo arrastrado.

4 Convenceos, y suscitad en los demás el convencimiento, de que los cristianos hemos de navegar contra corriente. No os dejéis llevar por falsas ilusiones. Pensadlo bien: contra corriente anduvo Jesús, contra corriente fueron Pedro y los otros primeros, y cuantos -a lo largo de los siglos- han querido ser constantes discípulos del Maestro. Tened, pues, la firme persuasión de que no es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos, sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador. Hoy, en la Iglesia, parece imperar el criterio contrario: y son fácilmente verificables los frutos ácidos de ese deslizamiento. Desde dentro y desde arriba se permite el acceso del diablo a la viña del Señor, por las, puertas que le abren, con increíble ligereza, quienes deberían ser los custodios celosos.

Pensaréis que, entonces, ser fieles no es tarea cómoda. Hijos míos, dificultades las ha habido y las habrá siempre, aunque las circunstancias actuales son verdaderamente duras, precisamente porque las asechanzas del diablo -repito- vienen alentadas desde dentro de la Iglesia. Pero siempre son superables las dificultades por quien, reconociendo su personal debilidad, confía en la fortaleza de Dios. Confiar en la fortaleza de Dios es decidirse a rezar y a tomar la firme resolución de vigilar, con la lucha interior, para alejar las ocasiones de cuanto pueda debilitar la fe o entibiar nuestro Amor al Señor. Alerta, pues, hijos míos. Alerta: sin olvidar jamás de dónde venimos y adónde vamos; es decir, conscientes de nuestra filiación divina y del fin sobrenatural al que Dios, gratuita y misericordiosamente, nos ha llamado. Sabedores de la bajeza de nuestra pobre condición humana -que nos ayudará a no fiarnos de nosotros mismos- y, a la vez, de la grandeza de nuestra vocación.

5 En situaciones como las que padecemos, las verdades eternas han de quedar firmemente asentadas en nuestra alma, orientando nuestra conducta. Para que las verdades eternas estén con esta firmeza, hemos de ser hombres o mujeres de vida interior. Por eso, hijos míos, desde el comienzo de nuestra Obra, no me he cansado de enseñar lo mismo: la única arma que poseemos es la oración, rezar de día y de noche. Y ahora os vuelvo a repetir lo mismo: ¡rezad!, ¡rezad!, que hace mucha falta. Estoy persuadido de que esa corrupción creciente que se ve en el mundo, se debe a que muchos en la Iglesia han dejado de rezar. Vos estis sal terrae… Lo dijo el Señor: vosotros sois la sal de la tierra. y si la sal se hace insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Para nada sirve ya, sino para ser arrojada y pisada de las gentes (Matth. V, 13). La sal del mundo es la Iglesia: si esa sal se desvirtúa y pierde su sabor, si la luz se apaga, toda la tierra se hunde. Es hora, pues, de rezar mucho y con amor, y de pedir al Señor que quiera poner fin al tiempo de la prueba.

6 No podemos dejar de insistir. No buscamos nada para cada uno de nosotros, por interés personal; buscamos la santidad, que es buscar a Dios. Y Él espera que se lo recordemos con insistencia. Se están causando voluntariamente heridas en su Cuerpo, que va a ser muy difícil restañar. Nos dirigimos a la Trinidad Beatísima, Dios Uno y Trino, para que se digne acortar cuanto antes esta época de prueba. Lo suplicamos por la mediación del Corazón Dulcísimo de María; por la intercesión de San José, nuestro Padre y Señor, Patrono de la Iglesia universal, a quien tanto amamos y veneramos; por la intercesión de todos los Ángeles y Santos, cuyo culto algunos intentan extirpar de la Iglesia Santa.

Que sepamos clamar con nuestra vida, con nuestras palabras, con nuestro deseo, con nuestro pensamiento. Que sepamos porfiar de tal manera que Él se vea obligado, dulcemente forzado a intervenir.

Hay tantos miles de personas rezando por mi intención, tantos enfermos que ofrecen sus dolores, tantos que van muriendo serenamente, entregando su vida siempre por el mismo motivo, tantas Misas cada día, tantas horas de trabajo, tantas mortificaciones voluntarias… Pongo todo eso en manos de Dios, en la presencia del Señor, en la presencia de su Madre, en la presencia del Santo Patriarca; y a la vez, pongo las miserias mías y las de todos, las faltas que por fragilidad o por inadvertencia hayamos podido cometer: nuestros pecados. Imploramos perdón al Señor. Le rogamos que tenga piedad de su Iglesia, de las almas, en estos momentos que son como de locura colectiva.

¡Oyenos, Señor! Aumenta nuestra fe, más aún. Repitamos, con el centurión: tantum dic verbo (Matth. VIII, 8), di una, sola palabra, ¡una sola!, y se arreglará todo: desaparecerán esas continuas dudas, temores y vacilaciones, y en tu Nombre nos confirmarán en la fe. Mira, Señor, que andan sueltos los ángeles infieles, sueltos en la tierra como los lobos, y tu rebaño se dispersa: percutiam pastorem, et dispergentur oves gregis (Matth. XXVI, 31).

7 Junto con la oración de petición, hijos míos, hagamos oración de adoración. Adoremos a Dios, cuando se le está arrojando de la vida de los hombres -y hasta de sus templos- como a un intruso. Adorad a Dios Uno y Trino, en medio de este desierto que se va poblando de tantos falsos dioses, construidos con las manos -con la soberbia, con la avaricia, con la sensualidad- de los hombres.

Cuidadme los actos de culto, de modo especial los sacerdotes. El que no diese categoría a una simple inclinación de cabeza, no ya como manifestación elemental de respeto, sino de amor, no merecería llamarse cristiano. Alabad continuamente a la Trinidad Beatísima, a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, con vuestra vida entera, pero de modo particularmente intenso en la Santa Misa.

La Santa Misa es el centro y la raíz de nuestra vida interior, es el momento supremo para adorar, para romper en acción de gracias, para invocar, para desagraviar. Algunos se afanan todo lo posible por arrancar, del dogma, la certeza de esa renovación incruenta del Sacrificio divino del Calvario. ¡Razón de más para que nosotros cuidemos con especial tesón vivir la Misa bien identificados con Cristo Señor Nuestro, que es el Sacerdote principal y la Víctima!

Señor, yo creo firmemente. ¡Gracias por habernos concedido la fe! Creo en Ti, en esa maravilla de amor que es tu Presencia Real bajo las especies eucarísticas, después de la consagración, en el altar y en los Sagrarios donde estás reservado. Creo más que si te escuchara con mis oídos, más que si te viera con mis ojos, más que si te tocara con mis manos. Jesús Sacramentado, que nos esperas amorosamente en tantos Sagrarios abandonados, yo pido que en los de nuestros Centros te tratemos siempre bien, rodeado del cariño nuestro, de nuestra adoración, de nuestro desagravio, del incienso de las pequeñas victorias, del dolor de nuestras derrotas.

8 Petición, adoración y desagravio, hijos míos. Es hora de reparar al Señor. Desagraviadle, porque es el momento de quererle. Siempre es la hora de amarle, pero en estos tiempos, cuando se hace tanta ostentación de presuntuosa indiferencia, de mal comportamiento, cuando se pretende ahogar el trato personal entre Dios y la criatura con la excusa de un superficial comunitarismo; en estos tiempos, hijos, hemos de acercamos más aún al Señor para decirle: Dios mío, te quiero; Dios mío, te pido perdón.

Cultivemos un fuerte espíritu de expiación, también porque hay mucho que reparar dentro del ambiente eclesiástico. Debemos pedir perdón, en primer lugar, por nuestras debilidades personales y por tantas acciones delictuosas que se cometen contra Dios, contra sus Sacramentos, contra su doctrina, contra su moral. Por esa confusión que padecemos, por esas torpezas que se facilitan, corrompiendo a las almas muchas veces casi desde la infancia.

Cada día caigo más en la cuenta de esta urgente necesidad. Y esto nos obliga a buscar cada día más la intimidad con Dios: os aconsejo que hagáis lo mismo. Pongámosle delante, al Señor, el número de almas que se pierden y que no se perderían si no se les hubiese metido en la ocasión; almas que abandonan las prácticas religiosas, porque ahora se difunde impunemente propaganda de toda clase de falsedades, y resulta en cambio muy difícil defender la ortodoxia sin ser tachados -dentro de la misma Iglesia, esto es lo más triste- de extremistas o exagerados. Se desprecia, hijos míos, a los que quieren permanecer constantes en la fe, y se alaba a los apóstatas y a los herejes, escandalizando a las almas sencillas, que se sienten confundidas y turbadas.

Vamos a tomar, pues, resoluciones firmes y concretas de adorar, de pedir, de satisfacer, acudiendo por el Corazón Dulcísimo de María, al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesucristo. Una oración así será bien recibida por el Señor y encenderá nuestro celo, dará diligencia a nuestro Amor, para caminar por este mundo sembrando la verdadera paz de Cristo.

9 Comprendemos claramente que la fidelidad a Jesucristo exige permanecer en continua vigilia, porque no cabe confiar en nuestras pobres fuerzas. Hemos de luchar siempre, hasta el último instante de nuestro paso por la tierra: éste es nuestro destino. Luchar, no sólo en nuestro interior, sino también por fuera, oponiéndonos a esa presión destructora, peleando denodadamente contra el demonio, porque Satanás no descansa en su labor devastadora: él fue homicida desde el principio (Ioann. VIII, 44). No es lógico desentenderse de esa contienda, hijas e hijos míos. Nos hemos negado a tantas cosas lícitas y nobles por servir a la Iglesia, por salvar almas. Tenemos más deber y más derecho que otros, tenemos más responsabilidad.

En una palabra, vigilar, hijos, es luchar, para ser buenos cristianos. La situación actual de la Iglesia impone, con más responsabilidad que nunca, la correspondencia sincera a nuestra vocación. Precisamente ahora es más indispensable la fidelidad, el procurar vivir cara a Dios, sabiendo que arrastramos defectos, pero que esto no nos autoriza a desertar. Renovemos todos un propósito firme de lealtad. Si vosotros y yo decidimos -¡seria y serenamente!- luchar, dejar que Dios actúe con libertad en nuestro corazón y en nuestra alma, lograremos que sea menor el número de los que le ofenden, de los que se olvidan de Él.

10 La lucha tiene un frente dentro de nosotros mismos, el frente de nuestras pasiones. Vigila quien pelea interiormente, para apartarse decididamente de la ocasión de pecado, de lo que puede debilitar la fe, desvanecer la esperanza o desmejorar el Amor. Es fuerte, y bien estimulada por el diablo, la presión que todo hombre padece para alejarle de la consideración de su destino eterno. No olvidéis que el pecado -aversión a Dios y conversión a las criaturas, decían los buenos maestros- comienza a insinuarse en el alma, justamente por un interés y por una tendencia desordenados a gozar de los bienes terrenos, a embeberse en las ambiciones de aquí abajo hasta olvidarse de Dios y del fin para el que hemos sido creados. Fijaos que se fomenta un clima mundial, para centrar todo en el hombre; un ambiente de materialismo, desconocedor de la vocación trascendente del hombre, que sofoca cruelmente la libertad de la persona humana o, al menos, confunde la libertad con el libertinaje, comercializando las pasiones. Causa pena contemplar masas enteras de gente que se dejan conducir por el dictado de unos pocos, que les imponen sus dogmas, sus mitos e incluso todo un ritual desacralizado.

Es preciso enfrentarse contra esta tendencia, con los resortes de la doctrina cristiana, en una perseverante y universal catequesis. Es, hijos míos, un elemental compromiso de caridad para la conciencia de un católico. Resulta muy penoso observar que -cuando más urge al mundo una clara predicación- abunden eclesiásticos que ceden, ante los ídolos que fabrica el paganismo, y abandonan la lucha interior, tratando de justificar la propia infidelidad con falsos y engañosos motivos. Lo malo es que se quedan dentro de la Iglesia oficialmente, provocando la agitación. Por eso, es muy necesario que aumente el número de discípulos de Jesucristo que sientan la importancia de entregar la vida, día a día, por la salvación de las almas, decididos a no retroceder ante las exigencias de su vocación a la santidad. Sin este esfuerzo de auténtica e interior fidelidad, decidme ¿qué servicio prestaría la Iglesia a los hombres?

Considerad, hijos míos, que la lucha interior no es una simple ascesis de rigor humano. Es la consecuencia lógica de la verdad que Dios nos ha revelado acerca de Él mismo, acerca de nuestra condición y acerca de nuestra misión en la tierra. Sin esa batalla interior, sin participación en la Pasión de Cristo, no se puede ir detrás del Maestro. Quizá por esto contemplamos una dolorosa desbandada: muchos pretenden componer una vida según las categorías mundanas, con el seguimiento de Jesucristo sin Cruz y sin dolor. Y esto no es posible sin alterar sustancialmente el mensaje de Nuestro Redentor, porque no es el discípulo más que el Maestro (Matth. X, 24) y el discípulo de Cristo ha de estar dispuesto a negarse y a dar la propia vida (Matth. XVI, 24-25) por la salvación de los demás.

11 La lucha interior -en lo poco de cada día- es asiento firme que nos prepara para esta otra vertiente del combate cristiano, que implica el cumplimiento en la tierra del mandato divino de ir y enseñar su verdad a todas las gentes y bautizarlas (cfr. Matth. XXVIII, 19), con el único bautismo en el que se nos confiere la nueva vida de hijos de Dios por la gracia.

Mi dolor es que esta lucha en estos años se hace más dura, precisamente por la confusión y por el deslizamiento que se tolera dentro de la Iglesia, al haberse cedido ante planteamientos y actitudes incompatibles con la enseñanza que ha predicado Jesucristo, y que la Iglesia ha custodiado durante siglos. Éste, hijos míos, es el gran dolor de vuestro Padre. Éste, el peso del que yo deseo que todos participéis, como hijos de Dios que sois. Resulta muy cómodo -y muy cobarde- ausentarse, callarse, diluidos en una ambigua actitud, alimentada por silencios culpables, para no complicarse la vida. Estos momentos son ocasión de urgente santidad, llamada al humilde heroísmo para perseverar en la buena doctrina, conscientes de nuestra responsabilidad de ser sal y luz.

12 Hemos de resistir a la disgregación, cuidando sobrenaturalmente nuestra propia entrega y sembrando sin desmayos, con decisión, con serenidad y con fortaleza, la doctrina y el espíritu de Jesucristo.

Considerad que hay muy pocas voces que se alcen con valentía, para frenar esta disgregación. Se habla de unidad y se deja que los lobos dispersen el rebaño; se habla de paz, y se introducen en la Iglesia -aun desde organismos centrales- las categorías marxistas de la lucha de clases o el análisis materialista de los fenómenos sociales; se habla de emancipar a la Iglesia de todo poder temporal, y no se regatean los gestos de condescendencia con los poderosos que oprimen las conciencias; se habla de espiritualizar la vida cristiana y se permite desacralizar el culto y la administración de los Sacramentos, sin que ninguna autoridad corte firmemente los abusos -a veces auténticos sacrilegios- en materia litúrgica; se habla de respetar la dignidad de la persona humana, y se discrimina a los fieles, con criterios utilizados para las divisiones políticas.

Toda esa ambigüedad es camino abierto, para que el diablo cause fácilmente sus estragos, más cuando se ve que es corriente -en todas las categorías del clero- que muchos no prediquen a Jesucristo y, en cambio, parlotean siempre de asuntos políticos, sociales -dicen-, etc., ajenos a su vocación y a su misión sacerdotal, convirtiéndose en instrumentos de parte y logrando que no pocos abandonen la Iglesia..

13 No olvidemos, hijos míos, que en la vida de cada uno, en la vida familiar y en las costumbres sociales, encontraremos la paz y la justicia en la medida en que se acepte la verdad de Cristo en las conciencias, como luz orientadora para la acción y conducta de los hombres. No se puede imponer por la fuerza la verdad de Cristo, pero tampoco podemos permitir que, con la violencia de los hechos, nos dominen como ciertos y justos, criterios que son una patente deserción del mensaje de Jesucristo: esta violencia se comete por algunos, impunemente, dentro de la Iglesia. Sería una deslealtad y una falta de fraternidad con el pueblo fiel, no resistir al presuntuoso orgullo de unos pocos que han maleado ya a tantos, sobre todo en el ambiente eclesiástico y religioso.

Comprended que no exagero. Pensad en la violencia que sufren los niños: desde negarles o retrasarles el bautismo arbitrariamente, hasta ofrecerles como pan del alma catecismos llenos de herejías o de diabólicas omisiones; o en la que se actúa con la juventud, cuando -¡para atraerla!- se presentan principios morales equivocados, que destrozan las conciencias y pudren las costumbres. Violencia se hace, también diabólica, cuando se manipulan los textos de la Sagrada Escritura y se llevan al altar en ediciones equívocas, que cuentan con aprobaciones oficiales. Y no podemos dejar de ver el brutal atropello que se impone a los fieles, y en los fieles al mismo Jesucristo, cuando se oculta el carácter de sacrificio de la Santa Misa o cuando el dinero de las colectas se malgasta en propagar ideas ajenas al enseñamiento de Jesucristo. Hijos, míos, nunca se ha hablado tanto de justicia en la Iglesia y, a la vez, nunca se ha empleado tanta injusta opresión con las conciencias.

14 Resistir, a esta campaña continuada y nefanda, forma parte de nuestro deber de luchar por ser fieles. Es una obligación de conciencia, ante Dios y ante tantísimas almas. Pensad que abunda una muchedumbre silenciosa, por amor a la Iglesia, que no protesta, que no habla a grandes voces, que no organiza manifestaciones tumultuosas. Pero que sufre por la buena causa y que, con confianza en la Providencia, espera, pasmada y muda, orando sin cesar y sin ruido de palabras, para que la Iglesia de Dios recobre su autenticidad. Los herejes lo saben: así se explica que ni siquiera se ha intentado demostrar que los católicos desean esos cambios, que están variando el rostro de la Esposa de Cristo. Ni existe ninguno capaz de confundir al pueblo fiel con la algarabía de los tumultuosos conventículos revolucionarios, patrocinadores de radicales modificaciones deformadoras e innecesarias, peligrosas e impías, que conducen sólo a rebajar la espiritualidad de la Iglesia, a despreciar los Sacramentos, a enturbiar la fe, cuando no a arrancarla de cuajo.

Nos sentimos obligados a resistir a estos nuevos modernistas -progresistas se llaman ellos mismos, cuando de hecho son retrógrados, porque tratan de resucitar las herejías de los tiempos pasados-, que ponen todo en discusión, desde el punto de vista exegético, histórico, dogmático, defendiendo opiniones erróneas que tocan las verdades fundamentales de la fe, sin que nadie con autoridad pública pare y condene reciamente sus propagandas. Y si algún pastor habla decididamente, se encuentra con la sorpresa -amarga sorpresa- de no ser suficientemente apoyado por quienes deberían sostenerlo: y esto provoca la indecisión, la tendencia a no comprometerse con determinaciones claras y sin equívocos.

Parece como si algunos se empeñaran en no recordar que, a lo largo de toda la historia, los que guían el rebaño han tenido que asumir la defensa de la fe con entereza, pensando en el juicio de Dios y en el bien de las almas, y no en el halago de los hombres. No faltaría hoy quien tachara a San Pablo de extremista cuando decía a Tito cómo debería tratar a los que pervertían la verdad cristiana con falsa! doctrinas: increpa illos dure, ut sani sint in fide (Tit. I, 13); repréndelos con dureza -le escribía el Apóstol-, para que se mantengan sanos en la fe. Es de justicia y de caridad, obrar así.

Ahora, sin embargo, se facilita la agitación con un silencio que clama al cielo, cuando no se coloca a los saboteadores de la fe en puntos neurálgicos, desde los que pueden sembrar la confusión «con aprobación eclesiástica». Ahí están tantos nuevos catecismos y programas de «enseñanza religiosa» testimoniando la verdad de lo que afirmo.

Hijos de mi alma, pidamos a Nuestro Señor que ponga término a esta dura prueba. Mientras tanto, me considero obligado a advertiros de estos peligros, porque hay muchos también que confiesan a Dios con las palabras, pero lo niegan con los hechos (Tit. I, 16): es la actitud de los que, con discursitos espirituales, se buscan una coartada para sus acciones. El resultado es la ambigüedad: actitudes que anulan las palabras; palabras que, por su contradicción con las obras, admiten todo tipo de interpretaciones.

15 Para resistir a esta presión, para perseverar en la buena doctrina, en la piedad y en el apostolado vibrante, hemos de ayudamos unos a otros.

No me cansaré de repetiros que el primer proselitismo, en la Obra, consiste en no dejar que se pierda ninguna vocación; no permitir que los demás se vuelvan tibios, comodones, aburguesados. Hemos de ayudarnos, con la oración, con la mortificación, con el trabajo, con la corrección fraterna, con el cariño de hermanos. ¡Ay del hijo mío que no se diera cuenta de que un hermano está necesitado de ayuda o está en peligro!

Ruego a mis hijos mayores que tengan entre ellos, y con sus hermanos más jóvenes, una caridad vigilante. Hijos míos, animaos a ser leales, que el demonio y las pasiones no se declararán vencidos hasta que nos muramos. Velad, con cariño, unos por otros; que en la madurez, el diablo insiste con asaltos más sutiles y pertinaces, interesado en quebrar vuestra probada fidelidad: ataca vuestra sencilla sinceridad, solicita la vanidad y el orgullo insinuando el espíritu de autosuficiencia, revuelve la sensualidad. Sedme siempre, hijos queridísimos, como ese hombrón-niño del que os escribía y hablaba hace ya tantos años. Dios os pagará esta bendita caridad vigilante con las alegrías de la fecundidad espiritual. No me olvidéis, hijos, que vosotros sois la continuidad; en vosotros confío. No defraudéis a Dios, ni al cariño que os tiene vuestro Padre.

Apoyaos, quereos, fortaleceos unos a otros; sentid la responsabilidad de la vocación de todos. Hagamos el propósito firme de defender la fe tradicional; de no tolerar que se cuelen dentro de la Obra, los gérmenes de ninguna herejía. Es deber de todos preocuparse por la perseverancia de los demás, cuidar de la salud espiritual y doctrinal de la Obra. Auxiliaos para huir de las ocasiones, para guardar los sentidos, para mortificar la curiosidad de la razón, para cumplir amorosamente las Normas, para vibrar en el apostolado.

16 Una medida concreta de prudencia, para rechazar y oponerse a la disolución de la fe y de las costumbres, es sujetarse humilde y gustosamente al condicionamiento que supone evitar determinadas lecturas. Hijos míos, sentid vosotros también el peso de esta responsabilidad, estando en vela. Aceptad con agradecimiento y docilidad las indicaciones de prudencia que os he ido dando, como observa una persona prudente las medidas antisépticas de la autoridad sanitaria, ante una infección que causa estragos en el país. Sed muy fieles en esto. No debemos leer libros de mala doctrina o literatura que disuelve las costumbres.

No os dejéis engañar incautamente por maniobras publicitarias -donde se mezclan razones ideológicas y políticas con motivos comerciales- que tratan de presentar ciertas publicaciones heterodoxas, especialmente si son más o menos marxistas, como algo de valor científico o cultural; e incluso pretenden convencernos de que el conocimiento directo de esas publicaciones es casi indispensable, para una persona de mediana cultura. En algunos ambientes eclesiásticos se percibe actualmente una especie de extraño complejo de inferioridad, ante todo lo que está emparentado con el marxismo. Este complejo, además de denunciar una notable pereza intelectual, evidencia de modo elocuente la debilitación de la fe y la ignorancia o la superficialidad.

17 Desde hace tiempo os venimos proporcionando abundante material de orientación doctrinal: desde documentos de carácter más general hasta indicaciones prácticas muy concretas, para la administración de los Sacramentos, para la disposición de nuestros oratorios, para nuestros estudios de filosofía y de teología. Todo eso constituye también una verdadera pedagogía de la vida cristiana. Se prepara ese material y se os envía, para confirmar a todos en la fe y para extender ese apostolado ad fidem, que debemos realizar ahora incluso en ambientes de gran tradición católica.

Cumplidme esmeradamente todas estas indicaciones, que os vengo señalando periódicamente. Asimilad bien y transmitid esos criterios y esos contenidos doctrinales, que aumentan la capacidad de discernimiento en estos momentos de confusión. A la vez que un poderoso antemural para la defensa del don precioso de la fe y para la integridad de la vida cristiana, son una ocasión de catequesis, de sólido apostolado. Es ésta una labor colosal que nunca debemos descuidar: robustecer las creencias vacilantes de tantas almas, fortalecer la sana doctrina. La fe da lugar a un avance indefinido en la teología; pero los dogmas no varían. La fe es la de siempre, como son los mismos los medios con que contamos los cristianos para hacernos santos.

18 Considerad la advertencia de San Pedro: tenemos un testimonio más firme que el nuestro, que es el de los profetas, al cual hacéis bien en mirar atentamente, como a una antorcha que luce en un lugar oscuro, hasta tanto que amanezca el día y la estrella de la mañana nazca en vuestros corazones, bien entendido en primer lugar que ninguna profecía de la Escritura se declara por interpretación privada. Porque no traen su origen las profecías de la voluntad de los hombres, sino que los varones santos de Dios hablaron por inspiración del Espíritu Santo (II Petr. I, 19-21).

Cada uno de nosotros ha de ser quasi lucerna lucens in caliginoso loco, como un farol encendido, lleno de la luz de Dios, en esas tinieblas que nos rodean. Agradezcamos con obras nuestra vocación de cristianos corrientes, pero con la luz de Dios dentro, para derrocharla y señalar el camino del Cielo. En todo nuestro apostolado, asume importancia primordial la tarea catequística, a todos los niveles. Ésta es la mejor defensa, ante la labor destructora de tantos: es el mejor modo de resistir, a la disolución que están sembrando.

No podemos dormirnos, ni tomarnos vacaciones, porque el diablo no tiene vacaciones nunca y ahora se demuestra bien activo. Satanás sigue su triste labor, incansable, induciendo al mal e invadiendo el mundo de indiferencia: de manera que muchas gentes que hubieran reaccionado, ya no reaccionan, se encogen de hombros o ni siquiera perciben la gravedad de la situación; poco a poco, se han ido acostumbrando.

Tened presente que en los momentos de crisis profundas en la historia de la Iglesia, no han sido nunca muchos los que, permaneciendo fieles, han reunido además la preparación espiritual y doctrinal suficiente, los resortes morales e intelectuales, para oponer una decidida resistencia a los agentes de la maldad. Pero esos pocos han colmado de luz, de nuevo, la Iglesia y el mundo. Hijos míos, sintamos el deber de ser leales a cuanto hemos recibido de Dios, para transmitirlo con fidelidad. No podemos, no queremos capitular.

No os dejéis arrastrar por el ambiente. Llevad vosotros el ambiente de Cristo a todos los lugares. Preocupaos de marcar la huella de Dios, con caridad, con cariño, con claridad de doctrina, en todas las criaturas que se crucen en vuestro camino. No permitáis que el espejismo de la novedad arranque, de vuestra alma, la piedad. La verdad de Dios es eternamente joven y nueva, Cristo no queda jamás anticuado: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Hebr. XIII, 8).

Por tanto: no os dejéis descaminar por doctrinas diversas y extrañas; lo que importa sobre todo es fortalecer el corazón con la gracia de Jesucristo (Hebr. XIII, 9).

19 Así nos espera el Señor: leales, seguros, con una gran serenidad, con un optimismo inquebrantable, porque sabemos de quién nos fiamos (II Tim. I, 12). Leales, aunque veamos a nuestro alrededor tanta gente que se tambalea, que vacila. Recordad la respuesta de Matatías a la intimación de prevaricar, cuando muchos de Israel se acomodaron a ese culto, sacrificando a los idolos (I Mac. I, 45), y a él y a sus hijos les ofrecían -a cambio de la infidelidad- toda clase de riquezas y de bienestar (hoy ofrecerían, además, una imagen simpática y atractiva, presentándolos quizá a la opinión pública como valientes profetas de nuevos tiempos): aunque todas las naciones que forman el imperio abandonen el culto de sus padres y se sometan a vuestros mandatos, yo y mis hijos y mis hermanos viviremos en la alianza de nuestros padres. Líbrenos Dios de abandonar la Ley y sus preceptos. No escucharemos las órdenes del rey para salirnos de nuestro culto, ni a la derecha ni a la izquierda (I Mac. II, 19-22).

20 Hijos míos: adelante, pues, con fe, con piedad, obedientes, seguros en el Señor. Vayamos detrás de Él con la oración, como la hemorroísa, tratando de tocar la orla de su manto. Jesucristo nos escucha si le pedimos con la fe de aquel pobrecito: si vis, potes … ! (Matth. VIII, 2). Sé bien que, para Ti, Dios mío, los siglos son instantes, pero la pobre humanidad cuenta estos instantes como siglos.

Por los méritos infinitos de Jesucristo, con la intercesión de Santa María -Madre de Dios y Madre nuestra-, confiando en el amor de Dios Padre y en la gracia del Espíritu Santo, repetiremos aquella oración tradicional de la liturgia: ut inimicos Sanctae Ecclesiae humiliare digneris, te rogamus, audi nos!

Empecemos ya a dar gracias al Señor: ut in gratiarum semper actione maneamus, vivamos en una continua acción de gracias a nuestro Dios. Acciones de gracias que son un acto de fe, que son un acto de esperanza, que son un acto de amor. Agradecimiento, que es conciencia de la pequeñez nuestra, bien conocida y experimentada, de nuestra impotencia; y que es confianza inquebrantable -también de esto tenemos experiencias maravillosas- en la misericordia divina, porque Dios Nuestro Señor es todo Amor: y de su Corazón paternal brotan raudales de designios de paz y de gozo, para los hijos suyos. Designios misteriosos en su ejecución, pero ciertos y eficaces. Gratias tibi, Deus; gratias tibi!

Os bendice con inmenso cariño vuestro Padre.
Mariano.

Roma, 28 de. marzo 1973

domingo, 18 de janeiro de 2015

Os ensinamentos de São Josemaría sobre o sacerdócio

Os ensinamentos de São Josemaría sobre o sacerdócio

Os Ensinamentos de São Josemaría sobre o sacerdócio: uma resposta aos desafios de um mundo secularizado
Índice:
  1. “Todos os sacerdotes somos Cristo”. Eucaristia e identificação com Cristo
  2. “Empresto ao Senhor minha voz”. Familiaridade com a Palavra e disponibilidade para as almas
  3. “Empresto ao Senhor minhas mãos”. Amor a liturgia e obediência à Igreja
  4. “Empresto ao Senhor meu corpo e minha alma: todo meu ser”. Sacerdote cem por cento
Fazer a Deus presente em todas as atividades humanas é o grande desafio dos cristãos num mundo secularizado, e é a tarefa que São Josemaría recordou a milhares de pessoas – sacerdotes e leigos – durante a sua vida. Sua mensagem pode resumir-se em poucas palavras: santidade pessoal no meio do mundo.
Jesus Cristo se fará presente e ativo no mundo quando: nas famílias, na fábrica, nos meios de comunicação, no campo…, na medida em que Cristo vive no pai e na mãe de família, no trabalhador, no jornalista, no camponês…, isto é, na medida em que o trabalhador, o jornalista, o esposo ou a esposa sejam santos. Como afirmou João Paulo II, “é necessário arautos do Evangelho expertos em humanidade, que conheçam a fundo o coração do homem de hoje, participem de suas alegrias e esperanças, de suas angústias e tristezas, e ao mesmo tempo sejam contemplativos, enamorados de Deus. Para isto são necessários novos santos. Os grandes evangelizadores (…) foram os santos.Devemos suplicar ao Senhor que aumente o espírito de santidade na Igreja e nos mande novos santos para evangelizar o mundo de hoje”. (Discurso ao Simpósio de Bispos europeus, 11.10.1985).
Este é o segredo diante da indeferença e do esquecimento de Deus: nosso mundo precisa de santos, qualquer outra “solução” é insuficiente. O mundo atual, com a sua instabilidade e suas profundas mudanças, reclama a presença de homens santos, apostólicos, em todas as atividades seculares: “Um segredo. Um segredo em voz alta: estas crises mundiais são crises de santos. Deus quer um punhado de homens ‘seus’ em cada atividade humana. – Depois… ‘pax Christi in regno Christi’ – a paz de Cristo no reino de Cristo” (São Josemaría. Caminho, n. 301).
A ausência de Deus na sociedade secularizada traduz-se na falta de paz, e, como consequência, prolifera-se as divisões: entre as nações, nas famílias, no lugar de trabalho, na convivência diária… para encher de paz e de alegria estes ambientes, “temos que ser, cada um de nós, alter Christus, ipse Christus, outro Cristo, o mesmo Cristo. Somente assim poderemos empreender essa grande empresa, imensa, interminável: santificar desde dentro todas as estruturas temporais, levando aí o fermento da Redenção” (São Josemaría, É Cristo que passa, n. 183). Todos nós estamos chamados a colaborar nesta tarefa apaixonante, com uma visão otimista diante do mundo em que vivemos: “Para ti, que desejas formar-te num mentalidade católica, universal, transcrevo algumas características: (…) uma atitude positiva e aberta ante a transformação atual das estruturas sociais e das formas de vida” (São Josemaría, Sulco, n. 428).
Nesta tarefa de transformação do mundo, percebe-se também o importante papel do sacerdote. Porém, quem é o sacerdote na sociedade de hoje? Como pode converter-se em fermento de santidade? A esta pergunta pode-se responder desgranando umas palavras de São Josemaría que definem a identidade do sacerdote, também no mundo secularizado: “Todos os sacerdotes somos Cristo. Empresto ao Senhor minha voz, minhas mãos, meu corpo, minha alma: dou-lhe tudo” (São Josemaría, Anotações de uma reunião familiar em 10.05.1974, citado por J. Echevarría, Por Cristo, con Él y en Él, Ed. Palabra, Madrid 2007, p. 167).
1. «Todos os sacerdotes somos Cristo».
Eucaristia e identificação com Cristo.
Certamente são os leigos que, de modo capilar, fazem presente a Cristo nas encruzilhadas do mundo. Ao mesmo tempo, a vida de Cristo que se inicia no Batismo necessita do ministério sacerdotal para desenvolver-se. A grandeza do sacerdote consiste em que se lhe foi concedido o poder de vivificar, decristificar. O sacerdote é “instrumento imediato e diário dessa graça salvadora que Cristo ganhou-nos”. O sacerdote traz a Cristo “a nossa terra, a nosso corpo e a nossa alma, todos os dias: Cristo vem para alimentar-nos, para vivificar-nos” (São Josemaría, Homilia Sacerdote para a eternidade,13.IV.1973).
Como pastor de almas e como dispensador dos mistérios de Deus (cf. 1Co 4, 1), o sacerdote, especialmente num mundo indiferente à fé, deve alentar a todos para que progridam em direção à santidade, sem rebaixar – por covardia ou por falta de fé – o horizonte do mandato divino: sede perfeitos, assim como vosso Pai celeste é perfeito (Mt 5, 48). O sacerdote orientará a outros nesse caminho à santidade se ele mesmo reconhece esse imperativo, e se é consciente de que Deus colocou em suas mãos os meios para alcança-lo. O grande desafio para o sacerdote consiste em identificar-se com Cristo no exercício do seu ministério sacerdotal, para que muitos outros também busquem esta configuração com o Senhor, no desempenho das suas tarefas habituais.
A identificação com Cristo sacerdote fundamenta-se no dom do sacramento da Ordem, e se desenvolve na medida em que o sacerdote põe nas mãos de Cristo tudo o que ele é. Isso acontece de modo paradigmático e excelente durante a celebração da Eucaristia. Na Missa, o sacerdote empresta seu ser a Cristo para trazer a Cristo. São Josemaría expressava esta verdade com uma força singular:
“Ao chegar ao altar a primeira coisa que pensa é: Josemaría, tu não é Josemaría Escrivá de Balaguer (…): és Cristo (…). É Ele quem diz: isto é o meu Corpo, isto é o meu Sangue, é Ele que consagra. Se não, eu não poderia fazê-lo. Ali se renova de modo incruento o divino Sacrifício do Calvário. De maneira que estou ali inpersona Christi, fazendo as vezes de Cristo” (São Josemaría, Anotações tomadas…, cit.).
Esta identificação com o Senhor é uma característica essencial da vida espiritual do sacerdote. Como dizia São Gregório Magno, “nós que celebramos os mistérios da paixão do Senhor, temos que imitar o que fazemos. E então a hóstia ocupará nosso lugar diante de Deus, se nos fazemos hóstias nós mesmos” (São Gregório Magno, Lib. Dialogorum, 4, 59, citado em São Josemaría Escrivá de Balaguer,Carta 8-VIII-1956, n. 17).
A inteira existência sacerdotal se orienta ao que o próprio eu diminua, para que cresça Cristo no presbítero: ocultar-se, sem buscar protagonismo, para que apareça somente a eficácia salvadora do Senhor; desparecer, para que Cristo se faça presente através do exercício abnegado e humilde do ministério. Ocultar-se e desaparecer (São Josemaría, Camino, edición crítico-histórica preparada por P. Rodríguez, 3ª edición, Rialp, Madrid 2004, p. 945) é uma fórmula que São Josemaría gostava muito. Convida especialmente ao sacerdotes a preferir o sacrifício escondido e silencioso (São Josemaría,Caminho, n. 185.) às manifestações ostentosas ou chamativas.
Paradoxalmente, para contrarrastar a ausência de Deus num mundo secularizado, São Josemaría propõe aos sacerdotes, não tanto uma forte atividade pública, com a sua correspondente ressonância mediática, senão, simplesmente, ocultar-se e desaparecer. Deste modo, ao desaparecer o “eu” do sacerdote, se propagará a presença de Cristo no mundo, segundo a lógica divina que se manifesta na celebração da Eucaristia.
“Parece-me que aos sacerdotes se nos pede a humildade de aprender a não estar de moda, de ser realmente servos dos servos de Deus – lembrando-nos daquele grito de João Batista: illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30); convém que Cristo cresça e que eu diminua –, para que os cristãos correntes, os leigos, façam presente, em todos os ambientes da sociedade, a Cristo (…). Quem pensa que, para que a voz de Cristo faça-se ouvir no mundo de hoje, é necessário que o clero fale ou se faça sempre presente, não entendeu muito bem a dignidade da vocação divina de todos e de cada um dos fiéis cristãos” (São Josemaría, Conversaciones, n. 59).
A existência sacerdotal consiste em colocar tudo o que é próprio a mercê de Deus: emprestar a voz ao Senhor, para que Ele fale; emprestar-lhe as mãos, para que Ele atue; emprestar-lhe o corpo e a alma, para que Ele cresça no sacerdote e, através do seu ministério, em cada um dos fiéis cristãos. Diante dos desafios do nosso mundo, São Josemaría, ensina aos sacerdotes humildade e abnegação: colocar inteiramente a disposição do Senhor o próprio eu.
2. «Empresto ao Senhor minha voz».
Familiaridade com a Palavra e disponibilidade para as almas.
A Eucaristia “reúne em si todos os mistérios do cristianismo. Celebramos, por tanto, a ação mais sagrada e transcendente que os homens, pela graça de Deus, podemos realizar nessa vida” (São Josemaría, Conversaciones, n. 113). O sacerdote empresta a sua voz ao Senhor, de modo inefável ao pronunciar as palavras da consagração, que permitem que a força de Deus Pai, Filho e Espírito Santo realize o prodígio da transubstanciação. A eficácia dessas palavras não está no sacerdote, mas em Deus. O sacerdote, por si mesmo, não poderia dizer eficazmente “isto é o meu corpo”, “este é o cálice do meu sangue”: pois não se produziria a conversão do pão e do vinho no Corpo e Sangue de Cristo. Isto, que sucede de modo extraordinário durante a celebração eucarística, no momento mais sublime da vida do sacerdote, pode-se estender analogamente a toda sua vida e seu ministério.
A eficácia da palavra do sacerdote – na pregação, na celebração dos sacramentos, na direção espiritual e no trato com as pessoas – provém do mesmo princípio: emprestar sua voz ao Senhor.
a)      Familiaridade com a voz de Deus;
Emprestar ao Senhor a própria voz requer confiança nEle, requer escutar a voz de Deus e incorporá-la na própria vida. Para adquirir essa familiaridade, São Josemaría indica dois caminhos imprescindíveis: a vida de oração e o estudo. O Sacerdote deve dedicar tempo para estudar e meditar a Sagrada Escritura e a aprofundar sua formação teológica, para que ressoe fielmente a voz de Cristo, que fala em sua Igreja.
“A pregação da palavra de Deus exige vida interior: devemos falar aos demais das coisas santas, ex abundantia enim cordis, os loquitur (Mt 12, 34); da abundância do coração, fala a boca. E junto com a vida interior, estudo: (…) Estudo, doutrina que incorporamos na própria vida, e que somente assim saberemos dar aos demais do modo mais conveniente, acomodando-nos as suas necessidades e circunstâncias com dom de línguas” (São Josemaría, Carta 8-VIII-1956, n. 25).
O povo cristão está sedento da voz de Deus. E o sacerdote não pode decepcionar esses santos desejos. No mundo de hoje, no qual abunda a confusão, é necessário que o sacerdote seja o porta-voz fiel da Palavra divina: ter vida interior e estudar a doutrina, deve assegurar que a pregação não seja eco de outras vozes que não são de Cristo. Seguir confiadamente o Magistério é garantia que Cristo seja escutado na Igreja e no mundo. São Josemaría animava também aos sacerdotes a pedir luzes ao Espírito Santo, para serem somente instrumentos seus, pois é o Paráclito quem atua no interior da alma (cf. Santo Tomás, STh II-II, q 177, a. 1c.). Emprestar a voz a Deus significa também que o sacerdote não prega sobre si mesmo, mas sim de Cristo Jesus, Nosso Senhor (cf. 2Co 4, 5), fazendo eco do Evangelho. Deste modo, a eficácia da pregação virá do Senhor mesmo.
“Das palavras de Jesus Cristo bem expostas, claras, doces e fortes, cheias de luz, pode depender a solução do problema espiritual de uma alma que os escuta, desejosa de aprender e a determinar-se.A palavra de Deus é viva, eficaz, mais penetrante do que uma espada de dois gumes e atinge até a divisão da alma e do corpo, das juntas e medulas, e discerne os pensamentos e intenções do coração (Hb 4, 12)” (São Josemaría, Carta 8-VIII-1956, n. 26).
De alguma maneira, o sacerdote deve aspirar a mesma intimidade com a Palavra de Deus que teve Santa Maria. Bento XVI, a propósito do Magnificat, “completamente costurado pelos fios tomados da Sagrada Escritura”, descreve era familiaridade da Virgem nos seguintes termos: “Fala e pensa com a Palavra de Deus, a Palavra de Deus se converte em sua palavra, e sua palavra nasce da Palavra de Deus. Assim se manifesta, além disso, que seus pensamentos estão em sintonia com o pensamento de Deus, que o seu querer é um querer com Deus” (Bento XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 41).
O Santo Padre vai mais além, ao sinalar que a Virgem, “ao estar intimamente penetrada pela Palavra de Deus, pode converter-se em mãe da Palavra encarnada” (Ibid.). algo parecido acontece com o sacerdote; São Josemaría dizia, referindo-se à Eucaristia que, assim como Nossa Mãe trouxa uma vez ao mundo a Jesus, “os sacerdotes o trazem a nossa terra, a nosso corpo e a nossa alma, todos os dias” (São Josemaría, Homilia Sacerdote para a eternidade, 13-IV-1973).
Emprestar ao Senhor a voz requer humildade: calar opiniões pessoais em questões de fé, moral e disciplina eclesiástica quando são dissonantes; não apegar-se às próprias ideias, buscar a união com desejos de servir. É necessário que o sacerdote fale aos homens de Cristo, comunique a doutrina de Cristo como fruto da própria vida interior e do estudo: com santidade pessoal e conhecimento profundo da vida dos homens e das mulheres do seu tempo.
b)      Disponibilidade para emprestar a voz ao Senhor;
Emprestar a voz requer também disponibilidade. São Josemaría não se cansou de pedir aos sacerdotes que dedicassem tempo na administração do perdão divino. Para que a voz misericordiosa de Deus chegue às almas através do sacramento da Reconciliação, é necessária uma condição, quase óbvia, porém fundamental: estar disponíveis para atender os que se aproximam. Seria um erro pensar que, no nosso mundo, suporia uma perda de tempo. Seria equivalente a fechar a boca de Deus, que deseja perdoar por meio de seus ministros. São Josemaría tinha bem experimentado que, quando o sacerdote, com constância, um dia após o outro, dedica um tempo a esta tarefa, estando fisicamente no confessionário, esse lugar de misericórdia termina por encher-se de penitentes, embora ao princípio não venha ninguém. Assim descrevia a um grupo de sacerdotes diocesanos em Portugal, em 1972, o resultado de perseverar nessa tarefa.
“Não os deixarão viver, nem podereis rezar nada no confessionário, porque vossas mãos ungidas estarão, como as de Cristo – confundidas com elas, porque sois Cristo – dizendo: eu te absolvo. Amai o confessionário. Amai-o, amai-o”! (São Josemaría, Anotações de uma reunião com sacerdotes diocesanos em Enxomil (Oporto), 10-V-1974).
São Josemaría tinha uma fé vivíssima na verdade real de que o sacerdote é Cristo, quando diz: “eu te absolvo”. Com grande sentido sobrenatural e com sentido comum, dava conselhos muito práticos, para que a dignidade do sacramento não se obscurecesse, para que fosse um canal limpo da voz de Jesus Cristo. Por isso amava o confessionário. Entendia que, utilizando esse tradicional instrumento, fomentam-se as disposições adequadas – tanto do penitente como do confessor – para facilitar a sinceridade e o tom sobrenatural próprio de uma realidade sagrada.
“Deus nosso Senhor conhece bem a minha e a vossa debilidade: somos todos nós homens correntes, porém Cristo quis converter-nos num canal que faça chegar as águas de sua misericórdia e de seu Amor a muitas almas” (São Josemaría, Carta 8-VIII-1956, n. 1).
Falava da administração do sacramento da Penitência como um exercício deleitável e uma paixão dominante do sacerdote. Sem dúvida, as horas diárias dedicadas a confessar, “com caridade, com muita caridade, para escutar, para advertir, para perdoar” (Ibid., n. 30) fazem parte de esse ocultar-se e desaparecer, tão eficaz para fazer presente a Cristo nas pessoas e nos ambientes onde vivem.
Ao confessar, o sacerdote – no seu papel de juiz, mestre, médico, pai e pastor – experimenta a necessidade de dar doutrina clara, ante as dificuldades que se apresentam na vida dos penitentes. Consciente disso, São Josemaría fomentou entre os presbíteros um vivo afã de conservar e melhorar a ciência eclesiástica, “especialmente a que necessitais para administrar o sacramento da Penitência” (Ibid., n. 15). “Procurai – escrevia em uma oração a sacerdotes – dedicar um tempo do dia – embora sejam somente alguns minutos – ao estudo da ciência eclesiástica” (Ibid.). Com este fom, impulsionou também encontros, convívios, reuniões para os presbíteros, etc.
O renascer da prática da confissão sacramental é um dos grandes desafios do mundo atual, que necessita redescobrir o sentido do pecado e experimentar a alegria da misericórdia de Deus. O sacerdote, estando disponível para celebrar o sacramento da Reconciliação, e procurando – mediante a oração e o estudo – que suas ideias estejam em sintonia com a doutrina da Igreja, é absolutamente insubstituível.
Os fiéis leigos devem sentir também a responsabilidade de levar seus colegas, parentes e amigos ao sacerdote, para que possam “escutar a voz de Deus” e receber seu perdão. A colaboração entre leigos e sacerdotes, neste campo, é especialmente importante na sociedade de hoje.
São Josemaría entendia que o sacerdote, também na tarefa de direção espiritual, é um instrumento para fazer chegar às almas a voz de Deus; nesta tarefa não deve sentir-se nem “proprietário”, nem modelo: “O modelo é Jesus Cristo; o modelador, o Espírito Santo, por meio da graça. O sacerdote é o instrumento, e nada mais” (Ibid., n. 37). A direção, outra das paixões dominantes de São Josemaría, não consiste em mandar, mas em abrir horizontes, sinalizar obstáculos, sugerindo os meios para vencê-los, e impulsionar ao apostolado. Animar,, em definitiva, a que cada um descubra e queira cumprir o desígnio de santidade que Deus tem para ele.
Isto é possível se o mesmo sacerdote está convencido de que propor a busca da santidade é levar as pessoas à felicidade. Esta persuasão surge da luta do presbítero pela própria santificação, é fruto do amor à vontade de Deus e é necessária para combater o pensamento laicista, que tende a excluir a Deus do horizonte da felicidade humana.
3. «Empresto ao Senhor minhas mãos».
Amor a liturgia e obediência a Igreja.
Na Santa Missa, é Cristo aquele que, através do sacerdote, oferece-se ao Pai pelo Espírito Santo. As mãos do presbítero, ungidas durante a cerimônia de ordenação, sempre foram veneradas pelos cristãos, porque trazem a Cristo, porque são dispensadoras dos tesouros da redenção.
São Josemaría tinha uma via consciência de que a liturgia é ação divina, sagrada, e não ação humana. Se um mundo descristianizado caracteriza-se, em boa parte, pela ausência do sagrado, o sacerdote tem hoje um grande desafio de esmerar-se no cuidado da liturgia, “emprestando a Deus suas mães” e seu ser por inteiro.
Isto significa evitar protagonismos que podem obscurecer a ação divina. Também no serviço litúrgico é válida a fórmula de São Josemaría: “Ocultar-se e desaparecer é comigo mesmo, que somente Jesus brilhe” (São Josemaría, Carta com motivo das bodas de ouro sacerdotais, 28-I-1975). Este princípio corresponde a lógica da fé e da visão sobrenatural. Somente desde a fé se pode entender em profundidade a eficácia sobrenatural que encerra o princípio de “emprestar ao Senhor minhas mãos”; e se aceitam com gosto as consequências práticas as quais conduz: fidelidade à fé e à doutrina católica, e obediência delicada às normas litúrgicas:
“Que coloqueis sempre um particular empenho em seguir com toda docilidade o Magistério da Santa Igreja; e, como consequência, que também cumpris, com delicada obediência, todas as indicações da Santa Sé em matéria litúrgica, adaptando-os com generosidade as possíveis modificações – que sempre serão acidentais – que o Romano Pontífice possa introduzir na lex orandi” (São Josemaría,Carta 8-VIII-1956, n. 22).
As mãos do sacerdote devem ser as mãos de uma pessoa enamorada, que sabe tratar com delicadeza as coisas do Senhor e, muito especialmente, tudo o que se relaciona com o culto divino. O descuido de igrejas, altares e objetos de culto transmite inevitavelmente certa sensação de ausência de Deus ou de indiferença. Para fazer frente ao mundo materialista, é necessário um cuidado atento de tudo aquilo relacionado com a presença sacramental do Senhor na Eucaristia. Numa celebração litúrgica imbuída de espírito de adoração encerra-se uma sóbria beleza, que eleva o espírito a Deus e comunica a presença do Sagrado. São Josemaría viveu sempre com a preocupação de que nunca é demais a dignidade do culto.
“Tratai bem os objetos de culto: é manifestação de fé, de piedade e dessa nossa bendita pobreza que, se nos leva a destinar ao culto o melhor daquilo que podemos dispor, nos obriga por isso mesmo a trata-lo com a mais sensível delicadeza: sancta sancte tractanda! São joias de Deus. Os cálices sagrados e as alfaias santas e o demais que pertence a Paixão do Senhor… por seu consorcio com o Corpo e o Sangue do Senhor devem ser venerados com a mesma reverência que seu Corpo e seu Sangue (S. Jerônimo, Epist. 114, 2)” (Ibid., n. 23).
4. «Empresto ao Senhor meu corpo e minha alma: todo meu ser».
Sacerdote cem por cento.
Depois de ter considerado como o sacerdote empresta ao Senhor sua voz e suas mãos, chegamos, como em um in crescendo de identificação com Cristo, a uma formulação abrangente da identidade sacerdotal: “empresto ao Senhor meu corpo e minha alma: todo meu ser”. Esta fórmula, referida à celebração eucarística, na qual o sacerdote atua in persona Christi Capitis, pode estender-se analogamente à inteira vida do sacerdote, constituindo a sua mais íntima aspiração: ser, sempre e em tudo, ipse Christus, o mesmo Cristo.
São Josemaría descrevia com força esse sentido de totalidade próprio do sacerdote. Dirigindo-se a um grupo de sacerdotes recém ordenados, expressava da seguinte maneira: “Receberam o Sacramento da Ordem para ser, nada mais e nada menos, sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cem por cento” (São Josemaría, Homilia Sacerdote para a eternidade, 13-IV-1973).
Ao mesmo tempo, é evidente que sempre é indispensável à colaboração entre sacerdotes e leigos, cada um segundo a missão que lhes é própria. Como escrevia São Josemaría, “esta colaboração apostólica é hoje importantíssima, vital, urgente” (São Josemaría, Carta 8-VIII-1956, n. 3). Por uma parte, porque os presbíteros, enquanto tais, não têm acesso a muitos ambientes profissionais ou sociais. Por outra parte, porque os leigos, para serem verdadeiramente “outros Cristos” necessitam da vida sacramental e, por tanto, o recurso ao ministério sacerdotal. Sem vida interior, o leigo terminará por mundanizar-se, ao invés de cristianizar o mundo: é necessária uma intensa vida sobrenatural para influenciar cristãmente em ambientes onde parece ter desaparecido a pegada de Deus.
“No exercício do apostolado, os leigos têm absoluta necessidade do sacerdote, no momento em que chegam ao que chamo o muro sacramental, como os sacerdotes – especialmente em meio da indiferença religiosa, quando não se trata ademais de um ataque brutal à Religião, na sociedade desses tempos – tem necessidade dos leigos, para o apostolado” (Ibid.).
Esta colaboração é eficaz na medida em que respeita a natureza mesma da vocação de cada um: o leigo deve ser “Cristo” em meio do mundo, nas circunstâncias normais da sua vida: na convivência com seus familiares, com aqueles que compartilha projetos e afãs. Ao mesmo tempo, o sacerdote deve ser sempre e inteiramente sacerdote, vivendo para sustentar e alentar o afã de santidade de homens e mulheres, com uma entrega abnegada em seu ministério. Dificilmente haverá leigos que perseverem no empenho de buscar a santidade na vida ordinária, sem presbíteros “dedicados integralmente ao seu serviço, que se esqueçam habitualmente de si mesmos, para preocupar-se somente das almas” (Ibid.).
São Josemaría repetia com frequência que tinha uma só panela (un solo puchero) para todos, cujo conteúdo é, em síntese, a busca da santidade no meio das ocupações cotidianas. Dessa panela podem se alimentar o pai e a mãe de família, o engenheiro, o advogado, o médico, o operário, e também o sacerdote. E o sacerdote desempenha um papel insubstituível para ajudar os fiéis a ser santos: há de servir a todos, é sacerdote para os demais. Pela missão que recebeu de Deus tem uma especial obrigação por buscar a santidade. “Muitas coisas grandes dependem do sacerdote: temos a Deus, trazemos a Deus, damos a Deus” (Ibid., n. 17).
Por isso o fundador do Opus Deu falava em ser sacerdote cem por cento, que é a consequência da fazer da própria vida aquilo que acontece na Santa Missa: emprestar ao Senhor o corpo e a alma, dar-lhe tudo. Significa também que o sacerdócio não é um emprego, nem uma tarefa que ocupa parcialmente a jornada, como outros trabalhos. Para São Josemaría não existem âmbitos da existência pessoal que não sejam sacerdotais: até nas situações aparentemente mais intranscendentes, ou nas ocupações profanas, o sacerdote é sempre sacerdote, escolhido entre os homens, constituído em favor dos homens (Cf. Hb 5, 1).
Plenamente congruente com esse “emprestar meu corpo a Senhor” é o dom do celibato sacerdotal. Em meio do mundo, que facilmente tende a banalizar a dignidade do corpo, cobra especial significado entregar totalmente o corpo a Nosso Senhor Jesus Cristo na celebração eucarística. O celibato de Jesus Cristo ilumina com toda sua força e resplendor o celibato do sacerdote. Cristo, nos seus anos de existência terrena e na vida da sua Igreja, demonstrou a que grau extraordinário de paternidade e maternidade, de caridade sem limites, pode-se chegar com esse dom.
Ao longo da sua grande experiência pastoral, São Josemaría experimentou continuamente a necessidade de uma forte identidade sacerdotal: não é verdade que os cristãos desejam ver no sacerdote um homem a mais; o povo cristão, o que deseja do sacerdote é que seja sacerdote. Na sociedade atual, onde poucos pretendem ofuscar a Deus, os cristãos necessitam perceber com mais razão ainda a presença de Cristo no sacerdote; necessitam e esperam, em palavras de São Josemaría, “que se destaque claramente o caráter sacerdotal: esperam que o sacerdote reze, que não se negue a administrar os Sacramentos, que esteja disposto a acolher a todos sem constituir-se em chefe ou militante de bandeiras humanas, sejam do tipo que sejam; que ponha amor e devoção na celebração da Santa Missa, que se sente no confessionário, que console os enfermos e aos afligidos; que dê doutrina na catequese de crianças e adultos, que pregue a Palavra de Deus e não qualquer tipo de ciência humana que – embora conhecesse perfeitamente – não seria a ciência que salva e leva à vida eterna; que tenha conselho e caridade com os necessitados. Em uma palavra: se pede ao sacerdote que aprenda a não estorvar a presença de Cristo nele” (São Josemaría, Homilia Sacerdote para a eternidade, 13-IV-1973).
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Esta última frase pode talvez resumir o desafio que o mundo atual lança aos ministros sagrados. Aos homens de todos os tempos, o sacerdote deve fazer presente a Deus, e para isto, deve aprender a emprestar a Cristo sua voz, suas mãos, sua alma e seu corpo: todo seu ser. Assim acontece principalmente quando administra os sacramentos ou na pregação, porém não somente nesses momentos. A dinâmica própria do sacramento da Ordem, cujo centro e cume é a Eucaristia, leva a doar-se inteiramente, ao longo do dia, de corpo e alma, a Cristo.
A vida terrena de Santa Maria, Mãe de Cristo, Sacerdote Eterno, e Mãe dos sacerdotes, foi um “faça-se sincero, entregado, cumprido até as últimas consequências, que não se manifestou em ações espetaculares, mas sim no sacrifício escondido e silencioso de cada dia” (São Josemaría, É Cristo que passa, n. 172). Na Virgem se demonstra a eficácia dessa atitude. Por isso Maria, permanentemente, continua fazendo presente a Deus nas casas, nas ruas. A Mãe de Deus é, muitas vezes, o último reduto de fé, daquele que não poucas vezes brota de novo a conversão e o descobrimento da alegria da vida cristã em meio do mundo.
+ Javier Echevarría
Prelado do Opus Dei

Mons. Echevarría, Prelado del Opus Dei : San Josemaría Escrivá modelo de vida sacerdotal

Sacerdote, sólo sacerdote. San Josemaría Escrivá modelo de vida sacerdotal

Recogemos a continuación un artículo de Mons. Echevarría, Prelado del Opus Dei, sobre san Josemaría.
EL FUNDADOR Y EL SACERDOCIO
Opus Dei - Sacerdote, sólo sacerdote. San Josemaría Escrivá modelo de vida sacerdotal

El sentido de la grandeza del sacerdocio llevaba a san Josemaría a cuidar con esmero su vocación sacerdotal, de la que se hallaba cada vez más enamorado. Cuando, para atender los ruegos de quienes estábamos a su lado, se refería a veces al proceso de su vocación, siempre recalcaba la iniciativa de Dios, que le salió al encuentro cuando tenía quince o dieciséis años.

Evocar la figura y las enseñanzas de este santo sacerdote [San Josemaría Escrivá de Balaguer] constituye para mí un gozo muy grande. Si, además, las personas que me escuchan son presbíteros, mi alegría se multiplica, pues conozco bien el entrañable amor –más aún, veneración– que el Fundador del Opus Dei dispensaba a sus hermanos en el sacerdocio. ¡Cómo gozaba cuando tenía la ocasión de reunirse con ellos! Aprendía de todos y, a quienes se lo pedían, no tenía reparos en abrirles su corazón para hablarles de los grandes amores de su vida: Cristo con María, la Iglesia y el Papa, las almas todas. Solía decir que, en esas ocasiones, se sentía como quien va a vender miel al colmenero. Pero era la suya una miel de tanta calidad, que los que le escuchaban salían de esas reuniones con renovados deseos de fidelidad a la vocación, con el alma rebosante de optimismo, decididos a gastarse con gozo en la tarea pastoral y apostólica.

Identidad del sacerdote 
Comenzaré mi intervención con unas palabras que San Josemaría solía dirigir a los recién ordenados, pero que nos sirven también –y quizá más especialmente– a quienes llevamos muchos años de sacerdocio. Decía: «sed, en primer lugar, sacerdotes; después, sacerdotes; siempre y en todo, sólo sacerdotes». En esta afirmación se transparenta su altísimo concepto del sacerdocio ministerial, por el que unos pobres hombres –que eso somos todos delante del Señor– son constituidosministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (1 Cor 4,1). Tan firme era su fe en la identificación sacramental con Cristo que se lleva a cabo en el sacramento del Orden, que su único timbre de gloria, al lado del cual palidecían todos los honores de la tierra, era sencillamente ser sacerdote de Jesucristo.
Los santos, desde los tiempos más antiguos, se han detenido a comentar la dignidad del sacerdocio. Varios Papas –entre los que recuerdo especialmente a San Pío X, a Pío XI y al actual Romano Pontífice– han escrito documentos inolvidables, que han alimentado y continúan alimentando nuestra vida sacerdotal. También San Josemaría nos ha dejado su enseñanza. En una homilía de 1973, cuando se difundían voces confusas sobre la identidad del sacerdote y el valor del sacerdocio ministerial, resumía su pensamiento con las siguientes palabras: «ésta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el silencio activo de la oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia? Es una ganancia que no es posible calcular. Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas –más que Ella sólo Dios– trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días: viene Cristo para alimentarnos, para vivificarnos, para ser, ya desde ahora, prenda de la vida futura» 1. 

El sentido de la grandeza del sacerdocio le llevaba a cuidar con esmero su vocación sacerdotal, de la que se hallaba cada vez más enamorado. Cuando, para atender los ruegos de quienes estábamos a su lado, se refería a veces al proceso de su vocación, siempre recalcaba la iniciativa de Dios, que le salió al encuentro cuando tenía quince o dieciséis años. Como bien sabéis, fue en Logroño, en diciembre de 1917 o enero de 1918, donde el adolescente Josemaría Escrivá tuvo los primeros presentimientos –debarruntos, los calificaba– de que el Señor le llamaba para algo que no sabía lo que era. No se le había pasado por la cabeza la posibilidad del sacerdocio. Sin embargo, ante esa acción de Dios, con el fin de prepararse mejor para cumplir la Voluntad divina, decidió ingresar en el Seminario. Con toda verdad podía afirmar, pasados los años, que el arranque de su vocación sacerdotal había sido «una llamada de Dios, un barrunto de amor, un enamoramiento de un chico de quince o dieciséis años» 2.

En el Seminario de Logroño recibió la primera formación sacerdotal, que luego completaría en Zaragoza. Dios quería que la semilla que iba a lanzar sobre la tierra el 2 de octubre de 1928, encontrase un corazón de sacerdote preparado a fondo para acogerla y hacerla fructificar. Por eso, con agradecimiento a Nuestro Señor, San Josemaría afirmaba que su vocación era –dejadme que insista– la de ser sacerdote, sólo sacerdote, siempre sacerdote. Amaba con locura esta condición que, configurándolo con Cristo, le había preparado para ser instrumento, en manos de Dios, para la fundación del Opus Dei.

Don y tarea
Al enumerar las condiciones de los candidatos al sacerdocio, antiguamente se prescribía que deberían elegirse entre hombres que condujesen una vida honesta. Esta formulación, minimalista y ya superada, le parecía muy pobre a San Josemaría. «Entendemos, con toda la tradición eclesiástica –escribía en 1945–, que el sacerdocio pide –por las funciones sagradas que le competen– algo más que una vida honesta: exige una vida santa en quienes lo ejercen, constituidos –como están– en mediadores entre Dios y los hombres» 3.

Josemaría Escrivá había recibido, en el seno de su familia y en el colegio, una formación profundamente cristiana, que comprendía el conocimiento de la doctrina, la frecuencia de sacramentos, la preocupación concreta por las necesidades espirituales y materiales de las personas, como ponen de relieve testigos de aquella época. Al recibir la llamada divina al sacerdocio, su existencia dio un cambio radical, en el sentido de que aumentó la intensidad y frecuencia de su trato con Dios y su preocupación apostólica por los demás. Esto le llevó a una madurez impropia de los años, pero sobrenaturalmente lógica. Se cumplía en su vida lo que afirma la Sagrada Escritura: super senes intellexi quia mandata tua servavi4, he adquirido más prudencia que los ancianos porque he guardado fielmente tus mandamientos. Desde aquellos barruntos, el adolescente Josemaría empezó a tomarse en serio la santidad, tratando de conocer y cumplir fidelísimamente la Voluntad de Dios.

Cuando el Concilio Vaticano II, en el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium, afronta el tema de la vocación de los bautizados a la santidad, afirma: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» 5.

En cuanto miembros del Cuerpo Místico de Cristo, en el que hemos sido injertados por el Bautismo, todos hemos sido santificados radicalmente: llevamos en nosotros mismos el germen e inicio de la vida nueva que Cristo nos ha ganado con su Muerte y su Resurrección. La consagración bautismal es la realidad fundante de la llamada a la santidad en todos los géneros de vida. Desde este punto de vista, atendiendo a la absoluta gratuidad de lo que hemos recibido, la santificación aparece claramente en su dimensión de don: un regalo inmerecido que nuestro Padre-Dios nos otorga, en Cristo, por el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, la santificación es una llamada personal, una tarea que se encomienda a la responsabilidad de cada cristiano. San Josemaría dirá que es obra de toda la vida 6.

La santidad es, pues, don y tarea. Entrega gratuita de un bien inmerecido y, al mismo tiempo, encargo que hay que llevar a término con esfuerzo personal, con correspondencia heroica, empeñándose en un verdadero compromiso de vida cristiana.

La santidad sacerdotal como don
Al ser una y la misma la condición radical de todos los bautizados, todos –sacerdotes y seglares– estamos convocados de igual modo a la plenitud de la vida cristiana. «No hay santidad de segunda categoría: o existe una lucha constante por estar en gracia de Dios y ser conformes a Cristo, nuestro Modelo, o desertamos de esas batallas divinas. A todos invita el Señor para que se santifique en su propio estado» 7.

Estamos ante una de las intuiciones fundamentales que San Josemaría Escrivá predicó, por encargo divino, desde 1928. Al fundar el Opus Dei, el Señor le mostró que cada persona ha de procurar santificarse en el propio estado, en el género de vida en el que ha sido llamada, en su propio trabajo y a través de su propio trabajo, según la conocida expresión de San Pablo: unusquisque, in qua vocatione vocatus est, in ea permaneat (1 Cor 7,20).

La santidad, en los sacerdotes y en los seglares, se edifica, por tanto, sobre el mismo fundamento: la consagración originaria del Bautismo, perfeccionada por la Confirmación. Sin embargo, resulta evidente que el deber de tender a la santidad urge especialmente al sacerdote, que ha sido escogido entre los hombres y constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados (Hb 5,1).

«En contacto continuo con la santidad de Dios –ha escrito Juan Pablo II–, el sacerdote debe llegar a ser él mismo santo. Su mismo ministerio lo compromete a una opción de vida inspirada en el radicalismo evangélico» 8. Y añade en el libro Don y misterio, escrito con ocasión del quincuagésimo aniversario de su ordenación sacerdotal: «Si el Concilio Vaticano II habla de la vocación universal a la santidad, en el caso del sacerdote es preciso hablar de una especial vocación a la santidad. ¡Cristo tiene necesidad de sacerdotes santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos! Solamente un sacerdote santo puede ser, en un mundo cada vez más secularizado, un testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Solamente así el sacerdote puede ser guía de los hombres y maestro de santidad» 9.

El sacerdote ha sido consagrado dos veces para Dios: en el Bautismo, como todos los cristianos, y en el sacramento del Orden. Por eso, si bien no puede hablarse de santidad de primera o segunda categoría –porque todos estamos invitados a la perfección con la que el mismo Padre celestial es perfecto (cfr. Mt 5,48)–, no cabe duda de que sobre los sacerdotes recae especialmente el deber de tender a la santidad. Releamos unas palabras del Fundador del Opus Dei que resultan especialmente clarificadoras. «Todos los cristianos podemos y debemos ser no yaalter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente de forma sacramental» 10.

En el ejercicio del ministerio para el que ha sido ordenado, encuentra el sacerdote el alimento de su vida espiritual, el material que le hace arder en el amor de Dios. Por eso, sería un grave error si otras aspiraciones u otras tareas desdibujaran en su alma lo que, para él, se concreta en algo indispensable para alcanzar la santidad: la celebración cuidadosa y llena de amor del Sacrificio de la Misa, la predicación de la Palabra de Dios, la administración de los sacramentos a los fieles, especialmente el de la Penitencia; una vida de oración constante y de penitencia alegre; el cuidado de las almas que se le han confiado, junto con los mil servicios que una caridad vigilante sabe dispensar.

Desde que percibió la llamada al sacerdocio, y más explícitamente, desde que fue ordenado sacerdote, San Josemaría quiso identificarse con Cristo, ser el mismo Cristo, en el ejercicio del ministerio sacerdotal y en toda su existencia. De ahí su vida de oración, su celebración pausada de la Misa, su “necesidad” de permanecer largos ratos junto al Sagrario; y, al mismo tiempo, su urgencia por buscar a las almas para conducirlas, en Cristo, por caminos de santidad. Comprendió que se puede y se debe llevar una conducta santa en todos los estados de vida, y concretamente en el matrimonio; por eso, desde sus primeros años como pastor, además de encaminar a muchas personas por las vías del celibato apostólico asumido con verdadera alegría, alentó a muchas otras a descubrir la dignidad de la vocación matrimonial.

Escribe Juan Pablo II: «El sentido del propio sacerdocio se redescubre cada día más en el Mysterium fidei. Ésta es la magnitud del don del sacerdocio y es también la medida de la respuesta que requiere tal don. ¡El don es siempre más grande! Y es hermoso que sea así. Es hermoso que un hombre nunca pueda decir que ha respondido plenamente al don. Es un don y también una tarea: ¡siempre! Tener conciencia de esto es fundamental para vivir plenamente el propio sacerdocio» 11.

San Josemaría Escrivá celebraba cada día la Santa Misa con pasión de enamorado, bien consciente de que «por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser» 12. Escuchad cómo describía en una reunión familiar ese misterioso eclipse de la personalidad humana del presbítero, que en esos momentos se convierte en instrumento vivo de Dios:

«Llego al altar y lo primero que pienso es: Josemaría, tú no eres Josemaría Escrivá de Balaguer (...): eres Cristo. Todos los sacerdotes somos Cristo. Yo le presto al Señor mi voz, mis manos, mi cuerpo, mi alma: le doy todo. Es Él quien dice: esto es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre, el que consagra. Si no, yo no podría hacerlo. Allí se renueva de modo incruento el divino Sacrificio del Calvario. De manera que estoy allí in persona Christi, haciendo las veces de Cristo. El sacerdote desaparece como persona concreta: don Fulano, don Mengano o Josemaría... ¡No señor! Es Cristo» 13.

La santidad sacerdotal como tarea
La grandeza incomparable del sacerdote se fundamenta en su identificación sacramental con Cristo, que le lleva a ser ipse Christus y a actuar in persona Christi capitis, sobre todo en la celebración eucarística y en el ministerio de la Reconciliación. «Una grandeza prestada –comentaba San Josemaría Escrivá–, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor –añadía– que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor» 14.

Cada cristiano ha de procurar que su condición de seguidor de Jesucristo se refleje en toda su conducta: la familia, la profesión, la actividad social, pública, deportiva... También en la existencia concreta del sacerdote, en su vida diaria, ha de manifestarse su específica pertenencia a Cristo. Por el carácter indeleble recibido en la ordenación, se es sacerdote las veinticuatro horas del día, no sólo en los momentos en los que se ejercita expresamente el ministerio. Conviene tenerlo muy presente en la época actual, cuando van desapareciendo –de nuestra sociedad multicultural y multireligiosa– tantos signos que recordaban a nuestros antepasados la primacía de Dios y de la vida sobrenatural. No lo digo con pesimismo, sino con ánimo de que todos nos esforcemos para que no se pierdan las raíces cristianas de nuestro pueblo, que se manifiestan también en tradiciones piadosas, en elementos de la cultura, del arte y de las costumbres.

A la meta de la santidad, el sacerdote ha de llegar como por un plano inclinado, bajo la dirección del Espíritu Santo, que es quien modela en los hijos adoptivos de Dios los rasgos de Jesucristo. En este proceso, que dura toda la vida, junto a la acción sobrenatural de la gracia, resulta decisiva la respuesta dócil de la criatura.

Sin esfuerzo por practicar las virtudes, sin lucha por desarrollarlas cotidianamente, con constancia, no es posible la santidad. ¿En qué se centran los hábitos virtuosos que han de vertebrar la santidad del sacerdote? En lo mismo que en los demás fieles, puesto que todos estamos llamados a idéntica meta –la unión con Dios– y disponemos de los mismos medios para alcanzarla. La diferencia estriba en el modo de ejercitar esas virtudes. En el sacerdote, todo debe cumplirse sacerdotalmente; es decir, teniendo siempre presente la finalidad de su vocación específica, el servicio a las almas. Hemos de seguir el ejemplo del Señor, que afirmó de sí mismo: Pro eis ego sanctifico meipsum, ut sint et ipsi sanctificati in veritate (Jn 17,19).

No cabe, en este breve tiempo, exponer tan siquiera un elenco completo de las virtudes sacerdotales. Me limitaré a presentar algunas que considero capitales en la enseñanza y en el ejemplo de San Josemaría.

Virtudes humanas del sacerdote
Utilizando la metáfora de la construcción –imagen de raíces bíblicas–, lo primero que se busca es un terreno sólido. El mismo Cristo alude a esta necesidad, en la conclusión del Sermón de la Montaña, cuando habla del hombre prudente que edificó su casa sobre roca, de modo que cuando llegaron los vientos y las lluvias nada pudieron contra esa mansión (cfr. Mt 7,24-25).

En la vida espiritual del cristiano, el terreno sólido del edificio espiritual se configura por las virtudes humanas, pues la gracia presupone siempre la naturaleza. Conviene no olvidar que el sacerdote no deja de ser hombre al recibir la ordenación. Por el contrario, precisamente por haber sido sacado de entre los hombres y constituido mediador entre los hombres y Dios (cfr. Hb 5,1), necesita cuidar su preparación humana, que le capacita para servir mejor a las almas.

«Comprende esta formación –escribe Mons. Álvaro del Portillo– el conjunto de virtudes humanas que se integran directa o indirectamente en las cuatro virtudes cardinales, y el bagaje de cultura no eclesiástica indispensable para que el sacerdote pueda ejercitar con facilidad –ayudado, desde luego, por la gracia– su apostolado» 15. Mi predecesor al frente de la Prelatura del Opus Dei subraya los motivos principales que han de impulsar al sacerdote a adquirir y desarrollar estas virtudes: «El primero, como parte de la lucha ascética normalmente necesaria para llegar a la perfección; el segundo, como medio para ejercitar con mayor eficacia el apostolado» 16.

En la vida y en las enseñanzas de San Josemaría, destaca este aspecto basilar de la formación cristiana y de la específicamente sacerdotal. Tenemos numerosas pruebas de esta afirmación, desde su infancia hasta su fallecimiento en 1975. Los testigos de su labor pastoral se manifiestan concordes en describirle como un sacerdote enamorado de Jesucristo, entregado al servicio de las almas, con una personalidad fuerte y armónica, en la que lo humano y lo sobrenatural se fundían estrechamente en unidad de vida. Por lo que se refiere a sus enseñanzas, resulta paradigmática la homilía “Virtudes humanas”, recogida en el libro Amigos de Dios, donde se asienta el fundamento teológico de la necesidad de cultivar las virtudes humanas: la hondura de la Encarnación del Verbo, perfecto Hombre sin dejar de ser perfecto Dios. En esa homilía analiza las principales virtudes que un cristiano y un sacerdote deben cultivar: la reciedumbre, la serenidad, la paciencia, la laboriosidad, el orden, la diligencia, la veracidad, el amor a la libertad, la sobriedad, la templanza, la audacia, la magnanimidad, la lealtad, el optimismo, la alegría.

Sobre el fundamento de la humildad 
«La humildad es el fundamento de nuestra vida, medio y condición de eficacia» 17, escribe San Josemaría, en sintonía con la tradición espiritual del Cristianismo. Evidentemente se refiere al fundamento moral, pues el teologal –como predicó con su conducta y con sus enseñanzas– se centra en la fe teologal, que nos conduce a asumir con hondura el sentido de nuestra filiación divina en Cristo. Esta convicción pone de relieve ante los hombres la verdad más profunda sobre nosotros mismos y, por tanto, potencia necesariamente la humildad, que no refleja otra cosa que aquel “andar en verdad” de la Santa de Ávila: el caminar en la fe.

Con una fe recia, como base de la respuesta cristiana, se soslaya el error de presentar la humildad como falta de decisión o de iniciativa, como renuncia al ejercicio de derechos que son deberes. Nada más lejos del pensamiento del Fundador del Opus Dei. «Ser humildes –predicaba en una ocasión– no es ir sucios, ni abandonados; ni mostrarnos indiferentes ante todo lo que pasa a nuestro alrededor, en una continua dejación de derechos. Mucho menos es ir pregonando cosas tontas contra uno mismo. No puede haber humildad donde hay comedia e hipocresía, porque la humildad es la verdad» 18.

Tan importante es esta virtud en la vida cristiana, que San Josemaría aseguraba que, «lo mismo que se condimentan con sal los alimentos, para que no sean insípidos, en la vida nuestra hemos de poner siempre la humildad» 19. Y acudía a una comparación clásica: «no vayáis a hacer como esas gallinas que, apenas ponen un solo huevo, atronan cacareando por toda la casa. Hay que trabajar, hay que desempeñar la labor intelectual o manual, y siempre apostólica, con grandes intenciones y grandes deseos –que el Señor transforma en realidades– de servir a Dios y pasar inadvertidos» 20.

Pero volvamos a considerar el fundamento teologal, es decir, la fe, y con la fe, la esperanza: no hay santidad si no se desarrolla una fe omnicomprensiva de la realidad, si no se fomenta –como la fuerza que impulsa el peregrinar terreno– la virtud de la esperanza. Desde el primer momento, el Fundador del Opus Dei fue bien consciente de que la misión que Dios le había confiado era inmensamente superior a sus fuerzas. Por eso acudió con insistencia, sin abandonarlos jamás, a los únicos medios capaces de poner a nuestro alcance la omnipotencia divina: la oración y el sacrificio. Son innumerables los testimonios que documentan cómo fue mendigando, por los hospitales y los barrios marginados de Madrid, como si se tratase de un tesoro, la plegaria y el ofrecimiento a Dios del dolor de muchas gentes abandonadas, a las que llevaba el consuelo y el aliento de su asistencia sacerdotal.

¡Cuánta necesidad tenemos los sacerdotes de que nuestra fe y nuestra esperanza aumenten más y más! Nos hallamos metidos en una labor donde lo que más cuenta, lo único absolutamente necesario (cfr. Lc 10,42), son los medios sobrenaturales. Se requieren verdaderos milagros, para conducir a las almas hasta Dios. Sin embargo, «se oye a veces decir que actualmente son menos frecuentes los milagros. ¿No será que son menos las almas que viven vida de fe?» 21. Estas palabras de San Josemaría resuenan en nuestros oídos como un toque de atención, una llamada a nuestro sentido de responsabilidad, porque el sacerdote ha de ser, ante todo, un hombre de fe y un hombre esperanzado. «Por medio de la fe –escribe el Papa–, accede a los bienes invisibles que constituyen la herencia de la Redención del mundo llevada a cabo por el Hijo de Dios» 22.

La fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven (Hb 11,1). Y es «en la oración perseverante de cada día, con facilidad o con aridez, donde el sacerdote, como todo cristiano, recibe de Dios (...) luces nuevas, firmeza en la fe, segura esperanza en la eficacia sobrenatural de su trabajo pastoral, amor renovado: en una palabra, el impulso para perseverar en ese trabajo y la raíz de la efectiva eficacia del trabajo mismo» 23. En estas palabras de Mons. del Portillo, el más estrecho colaborador del Fundador del Opus Dei durante muchos años, podemos descubrir una delicada alusión a la vida espiritual de San Josemaría, que recibió de Dios la gracia de ser contemplativo en medio de las tareas más absorbentes. Añade don Álvaro: «Sin oración, y sin oración que se esfuerza por ser continua, en medio de todos los quehaceres, no hay identificación con Cristo en lo que ésta tiene de tarea, fundamentada en lo que tiene de don. Más aún, me atrevo a decir que un sacerdote sin oración, si no falsea la imagen que da de Cristo –Modelo para todos–, la presenta como una nebulosa que ni atrae ni orienta, que no sirve de norte al pueblo que nos ve o nos oye» 24.

Caridad pastoral
Llegamos así a la virtud más definitiva y característica de la vida cristiana: la caridad, que en el sacerdote adquiere unos contornos precisos: es caridad pastoral. En pocas palabras, nace de la conciencia de ser representante de Jesucristo, el Pastor supremo(1 Pe 5,4) de las almas, que ha dado la vida por sus ovejas (cfr. Jn 10,11). Esta convicción sobrenatural ha de impulsar al sacerdote a gastarse hasta el extremo en el ejercicio de su ministerio, pues le urge la caridad de Cristo (cfr. 2 Cor 5,14). Una caridad pastoral, fuerte y perseverantemente alimentada en la Eucaristía y en la oración, dará eficacia de frutos a su ministerio.

La figura de San Josemaría aparece muy ilustrativa a este respecto. Desde los primeros momentos de su vocación, no se ahorró ningún trabajo en el servicio de las almas. Antes he aludido brevemente a sus andanzas por los barrios extremos del Madrid de los años 20 y 30, en perenne contacto con la pobreza y la enfermedad, atendiendo a los moribundos, confortando a los enfermos, ilustrando a los niños y a los adultos con la doctrina cristiana. Puedo asegurar –porque lo he contemplado con mis ojos– que así gastó el resto de su existencia, hasta la última jornada: siempre pendiente de los demás, cercanos y lejanos, conocidos y desconocidos: rezaba y se sacrificaba gustosamente por todas las almas, sin excepción.

La peculiar asunción de la persona por Dios, que se lleva a cabo en la ordenación sacerdotal, hace que el presbítero se vincule y consagre íntegramente al servicio y al amor total de Cristo. Con tal envergadura se presenta la riqueza de este don, que puede asumir como suyas –en un sentido particularmente profundo– las palabras del Apóstol: mihi vivere Christus est (Flp 1,21), vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus (Gal 2,20). Por otra parte, la misión recibida tiene un carácter universal: el sacerdote viene enviado al mundo entero, como instrumento vivo de Cristo, que se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y para purificar para sí un pueblo escogido, celoso por hacer el bien (Tt 2,14).

La identificación sacramental con Cristo, junto con la misión recibida, se hallan en el fundamento de las peculiares exigencias de la caridad pastoral, y colocan al sacerdote en una situación especial en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Comentando la profundización doctrinal operada a este propósito por el Concilio Vaticano II, Mons. Álvaro del Portillo escribe: «Si se considera que el Amor encarnado entre los hombres evitó cualquier atadura humana –por justa y noble que fuese– que pudiera en algún momento dificultar o restar plenitud a su total dedicación ministerial, se comprende bien la conveniencia de que el sacerdote haga lo mismo, renunciando libremente –por el celibato– a algo en sí bueno y santo, para unirse más fácilmente a Cristo con todo el corazón, y por Él y en Él dedicarse con más libertad al entero servicio de Dios y de los hombres» 25.

El celibato sacerdotal se configura como manifestación de la completa oblación de su vida que el sacerdote, libremente, ofrece a Cristo y a la Iglesia. En esta óptica, se entienden bien las palabras de San Josemaría en un rato de conversación familiar, en 1969. «El sacerdote, si tiene verdadero espíritu sacerdotal, si es hombre de vida interior, nunca se podrá sentir solo. ¡Nadie como él podrá tener un corazón tan enamorado! Es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. Es una realidad divina que me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el Cáliz y la Sagrada Hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso... Por Él, con Él, en Él, para Él y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva» 26.

Fraternidad sacerdotal
Amando a todas las almas sin excepción, San Josemaría reservaba un amor de predilección a sus hermanos los sacerdotes. Ya he aludido a su gozo cuando podía reunirse con ellos, para aprender de su entrega –tantas veces heroica– y para transmitirles al mismo tiempo algo de su experiencia personal. Pero no puedo dejar de recordar sus desvelos concretos por los presbíteros, especialmente durante los años que residió en España. En la década de los 40, por ejemplo, a petición de los Obispos diocesanos, predicó muchos cursos de retiro al clero, que se encontraba necesitado de ayuda espiritual después de la terrible prueba de la persecución religiosa de los años anteriores. San Josemaría se dio de lleno a esa tarea, y llegó a atender, a veces, a más de mil presbíteros en un solo año.

Hasta el final de su vida, alimentó una petición urgente al Señor, para que Dios enviase a la Iglesia muchas vocaciones sacerdotales. Personalmente, preparó y encaminó a los seminarios a un gran número de jóvenes con inquietudes vocacionales hacia el sacerdocio. E impulsaba a los fieles laicos a rezar con insistencia al Dueño de la mies, para que mande muchos obreros a su campo (cfr. Mt 9,37-38). Para San Josemaría, el pulso de la vitalidad sobrenatural de una Diócesis viene medido por el número de vocaciones sacerdotales, de las que los primeros responsables son los mismos sacerdotes.

¡Cómo le entristecía encontrarse con alguno que se había despreocupado de esta labor! Porque ese descuido constituye una señal clara de que el mismo sacerdote no está contento con su llamada. Viene a mi memoria su respuesta inmediata a una pregunta sobre las causas de la escasez de vocaciones para los seminarios: «Quizá la primera razón sea que muchas veces los sacerdotes no valoramos bien el tesoro que tenemos en las manos y, por eso, no encendemos en el deseo de poseer este tesoro a la gente joven. Los seminarios estarían llenos, si nosotros amáramos más nuestro sacerdocio» 27.

Su preocupación por la santidad del clero procedía de mucho tiempo atrás. Tenía muy claro que el primer apostolado de los sacerdotes han de ser los mismos sacerdotes: no dejarles solos en sus penas, compartir sus alegrías, animarles en la dificultad, fortalecerlos en los momentos de duda... Conservó grabadas a fuego en su alma aquellas palabras de la Escritura Santa: frater, qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma (Prv 18,19), el hermano ayudado por sus hermanos es fuerte como ciudad amurallada.

Tan intensamente crecía su afán de ayudar a sus hermanos en el sacerdocio, que en 1950, cuando el Opus Dei había recibido ya la aprobación definitiva de la Santa Sede, pensó dedicarse de lleno a los sacerdotes diocesanos. Cuando ya había ofrecido al Señor el sacrificio de Abrahán –pues estaba decidido a dejar la Obra, si hubiera sido necesario–, el Cielo le mostró que no era preciso ese sacrificio. En el espíritu del Opus Dei, que enseña a los cristianos a santificarse en medio del mundo, cada uno en la propia ocupación o tarea, también había el mismo lugar de encuentro con Dios para los sacerdotes diocesanos; bastaba que, en plena comunión con su propio Ordinario y con el presbiterio de la Diócesis, buscasen la santidad en el ejercicio de los deberes ministeriales, tratando con especial veneración al Obispo diocesano, unidos entrañablemente a sus hermanos en el sacerdocio. Las puertas de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a la que pertenecían ya los clérigos incardinados en el Opus Dei, se ensanchaban para dar acogida a los sacerdotes diocesanos que recibiesen esta específica llamada divina.

Hoy, en estas tierras de La Rioja, donde la labor del Opus Dei se encuentra perfectamente integrada en la Diócesis desde hace muchos años, elevo mi corazón agradecido a la Trinidad Beatísima por los copiosos frutos que también la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz ha producido y sigue produciendo, en servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares. Todo es fruto de la gracia que Dios nos otorga por medio de su Santísima Madre; gracia a la que San Josemaría correspondió plenamente hace ochenta y cinco años, cuando– precisamente en Logroño– recibió la llamada al sacerdocio.


Discurso en el acto académico celebrado el 20 de enero de 2003 en honor del fundador del Opus Dei en el Seminario diocesano de Logroño, del que fue alumno San Josemaría.